El fotografo catalán Andreu Gual nos deleita con esta imagen de una avenida de la ciudad de Tarragona. El invierno está a punto de concluir y el mal tiempo persiste pero en la calle encontramos un protagonista perenne de nuestras ciudades: el puesto callejero de churros.
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Desde que tengo memoria las churrerías callejeras han tenido un enorme atractivo a mis ojos. A cierta distancia ya podemos adivinar su presencia con el olfato gracias a los aromas de fritanga en aceite que desprenden estos puestos. Sus propietarios acostumbran a ser también los que atienden y la oferta de productos les permite ser atractivos a toda hora gracias a un juego perfectamente estudiado de productos dulces y salados que nos conquistan por el lado de la gula desenfrenada, por la apetencia de lo prohibido por las dietas y medicos de cabecera.
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La Churrería es por tanto el enemigo público número 1 del colesterol y de los cánones de la vida contemporanea debido a tanta grasa saturada pero a la vez son un ejemplo vivo y permanente de una cultura, la mediterranea, en donde la oferta de comida callejera tiene adeptos apasionados como es mi caso.
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En épocas juveniles la churrería tomaba cuerpo de madrugada o con el alba por aquello del desayuno con churros y taza de chocolate caliente para recuperar energías después de una noche de diversión o como alto en el camino durante la juerga.
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También ha sido protagonista de todos los partidos del FC Barcelona a los que he ido desde que soy socio, además del imprescindible bocadillo de embutido de la media parte, me ha gustado siempre comprar frutos secos o pipas para los prolegómenos del encuentro y los nervios de la primera parte hasta que el barça marca el primer gol.
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Pero lo mejor me lo guardo para el final, los recuerdos de infancia y su constante repetición, gracias a las patatas fritas de churerría, hechas al momento en enormes ollas de aceite hirviendo y servidas en conos de papel de colores o de papel cartón. Siempre me encantó ver el proceso y esperar pacientemente para recibir las de elaboración más reciente. Su sabor es sublime, superior a cualquier otra forma de adquirirlas y si el maestro es diestro, no transpiran practicamente ni una gota de aceite que nos haga aumentar el sentimiento de culpa.
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En Barcelona, las más recordadas son aquellas de la Avenida de la Bonanova, a lado de la plaza, si bien no era una chuerría de carromato y ocupaba un pequeño local, la Churrería Manolo era la mejor de todo el barrio en el arte supremo de las patatas fritas de churrero.
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