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Hace meses escribí una elogiosa crónica de Maito, probablemente la más apasionada fruto de la emoción del descubrimiento de este restaurante. Ha pasado el tiempo y después de decenas de visitas (perdí la cuenta) me considero un viajero frecuente en un restaurante que es uno de los valores más firmes de Panamá y que bajo nuestro criterio logra siempre satisfacernos en lo gastronómico y en todo lo que incluye la "experiencia" de visita a un restaurante.
Forma parte de mi agenda de "lo mejor que ofrece Panamá" cuando recibo amistades de otras latitudes sabiendo que su reacción será apasionada con palabras que siempre llegan a conclusiones parecidas: "No imaginaba que pudiera existir algo de este nivel".
Más allá de los compromisos de este cicerone de la mesa, Maito forma parte del paseo semanal con la familia hasta el punto de que mis hijos cuando les preguntamos donde quieren ir a cenar responden con los ojos abiertos: "maiiiiiito". De hecho el pequeño de 4 años cuando vamos elige la indumentaria que él considera "elegante" y se siente querido por todo el personal de sala y el propio Mario.
Nos sentimos huérfanos durante la pausa que se tomaron para concebir nuevas ideas y fue una alegría familiar su reapertura. Acudimos dispuestos a probar las creaciones surgidas de este periodo de reflexión y desde la cocina nos agasajaron con todas las novedades. Trasciende un mensaje contundente en la primera noche de la segunda etapa: Todo debe cambiar para que nada cambie: Nuevos platos, recetas retocadas, mantenimiento de clásicos impresicindibles como el calamar relleno de arroz negro y, lo más importante, observar que en la cocina se respira ilusión para seguir trazando los límites de la vanguardia gastronómica nacional.
Dije de Mario Castrellon que era uno de los 3 tenores de la culinaria panameña, a mis ojos no solo no se ha movido de este pedestal, ha engrandado sus registros para lograr que las ovaciones sean más intensas y prolongadas.
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