En el ranking de impacientes y desesperados por una cola ocupo uno de los primeros lugares en el mundo. No saben cómo me desespero ante la frustrante espera del turno. Cuando me pidieron glosar sobre la cola en el automercado, me alegré: es la que más he estudiado para intentar moderar mi colafobia.
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Tiene la particularidad de ser la única que realizamos al final de la actividad que la genera. El resto de las colas son un pesado tránsito para alcanzar un fin, mientras que en el automercado la cola es el punto final de un objetivo previamente consumado: pagar lo que acabamos de comprar. Esta importante diferencia genera también un progreso emocional inverso al resto de colas: pasar del optimismo a la frustración.
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Mi actitud al entrar en un automercado es positiva. Llevo dinero en el bolsillo para gastar en la alimentación y cuidado de la familia. Cuando debo hacerlo a media mañana de un sábado, entro con el hambre saciada por el desayuno y no me importa comprobar que otros cientos como yo deambulan por los pasillos. Tengo motivación por detectar novedades y ofertas atractivas, leer etiquetas, comparar cualidades y soy capaz de atender a una impulsadora de jamón endiablado.
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Pero a medida que lleno el carrito de carne, refrescos, conservas y verduras, aumenta la sensación de hambre. Entonces me domina el deseo de llegar a casa para cocinar con la nueva compra. Esta llamada de la naturaleza ocurre a mitad del recorrido y ante la imposibilidad de terminar repentinamente la compra, paso de la calma a la tormenta. Ahora me amarga un carro aparcado en mitad del camino mientras su propietario lee con parsimonia el grado de acidez de 15 aceites de oliva.
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Es entonces cuando me percato de que aquel producto que necesitaba ha desaparecido del estante y que el vecino huye con las últimas unidades, y lo que antes me parecía que estaba a buen precio ahora está costosísimo.
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Con hambre, el carrito lleno y la sensación de que la cuenta final va a ser sustancialmente superior a las previsiones, llego a la cola para pagar. Circulo con el carrito hacia la batería de cajas, me enfado por ver que la mitad está fuera de servicio y busco el carril menos congestionado. Estaciono para garantizar un puesto y activo una investigación para analizar si la posición obtenida es razonable. Cuento la cantidad de gente en todas las colas, observo sus carros, calculo el volumen de productos de todos y el ritmo de trabajo de cada cajera. Mi cola es un 18% más lenta que la caja 8 y un 23% peor que la 5. Con esos datos me cambio a la caja 5.
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Esta decisión casi siempre termina en fracaso. De pronto el señor que está delante levanta el brazo para ser localizado por su señora con otro carro lleno. En las primeras posiciones de la fila se reproduce el misterio de la multiplicación de los amigos y familiares cercanos que llevan poca compra, consiguen pasar entre los primeros y junto a los compañeros de fatiga de la retaguardia, me siento más agraviado.
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Gracias a la presencia de mi esposa, puedo abandonar la cola para relajarme. Es en estos minutos cuando cometo los más graves errores comprando todo lo que altera mi dieta saludable o productos que realmente no son importantes. Al llegar a casa descubro que hay 10 latas de conserva de pulpo en salsa picante como la que compré de nuevo.
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En las colas los especímenes se mueven como si fueran abejas entrando y saliendo del panal para buscar papel higiénico. Regresan con él, calculan el tiempo, y salen en busca del cepillo de dientes. He pasado un tiempo indeterminado observando a los vecinos y por fin diviso la caja. Toda la atención pasa hacia el personaje clave del drama: la cajera. Su acompasado movimiento de recogida de un producto para ser detectado por el lector de barras parece lentísimo. Todo lo que ella haga antes de que nos atienda va a ser criticado aunque no tenga razón.
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¿Por qué se queda mirando al techo con una lata de guisantes en la mano? ¿Cómo es posible que necesite ver todos los lados de un envase para localizar el código de barras? ¿Es normal que el lector de barras no detecte el código de tantos productos? ¿Por qué la cajera solicita constantemente ayuda a la supervisora para que busque un código extraviado? Cuando parece que todo está listo, el cliente no quiere gastar tanto y devuelve cuatro latas de refresco, dos manzanas y una mostaza, mientras la cajera debe desmontar la operación para cuadrarla de nuevo.
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Sólo queda un cliente delante, el compañero de fatiga con quien compartí banalidades, pero al dar el paso hacia la caja nos mira desafiante: ahora es su turno y se va a tomar el tiempo que necesite. Le damos ánimos para que saque a toda velocidad los productos de su carro. Al ver su selección, caigo en la cuenta de lo que olvidé comprar, pero es demasiado tarde para abandonar el frente de batalla. Cuando creo que sólo falta que pague con su tarjeta de débito, saca un grueso fajo de cesta tickets para contar papelito por papelito de valor ínfimo una cuenta de 375 Bs. F. Unos se pegan a los otros, se confunde, pierde la cuenta, la caja se llena de cesta tickets y la cajera se pasa 10 minutos eternos cuadrando que no falte uno.
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Es entonces cuando este ciudadano sin cuentas con la justicia puede explotar violentamente.Por fin llega nuestro turno y ahora que tenemos a la cajera delante, quisiera decirle todo lo que pienso de ella pero me callo, no vaya a ser que la tarjeta no funcione y no haga nada por resolverlo. Sigo con la mirada todos sus movimientos de izquierda a derecha y afino el oído para escuchar un solo "pip" en el paso del producto sobre el lector, preocupado por no pagar más de la cuenta.Cuando termina, la cajera gira la cara y arroja el número demoledor. Abro los ojos asustado y solicito comprobar la larga lista impresa sabiendo que todo es correcto pero con ganas de fastidiar un poco. Pago resignado y, junto al joven que carga las bolsas, me dirijo al vehículo.
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La última estación del vía crucis es sacar las bolsas del carro, colocarlas en el ascensor, sacarlas al rellano mientras las puertas automáticas golpean mis nalgas. Traslado las bolsas directamente hasta la cocina. Cuatro pasos para que sufra el lumbago y se corte la circulación en los dedos por querer agarrar demasiadas bolsas y ahorrar viajes. Sólo cuando cierro la puerta de mi hogar termina la cola más larga del mundo. El problema es que ya se me pasó el hambre.
Jamás en mi vida había leído una descripción tan detallada de mi propio pensamiento cada vez que hago mercado un sábado.
ResponderEliminarLlamado también Santo Martirio
Un abrazo
Oriol, muy buena tú descripción de una cola en el super, yo he pasado por peores colas y siempre digo que cambiaré de mercado, la verdad núnca lo hago.
ResponderEliminarFelicitaciones