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Las informaciones que llegan este verano desde Catalunya son de sequía y tremendos calores estivales, tarde o temprano esperaba las noticias con un desenlace catastrófico en forma de incendio desbocado en cualquier parte del territorio del país. Así ha sido, si hace unos días se quemaron 5.000 hectáreas en Agramunt, en las comarcas agricolas de poniente de Catalunya, hoy la prensa nos informa de un devastador fuego que azota el Sur de Catalunya, concretamente en la Terra Alta, una de las zonas más fecundas en cuanto a calidad de producción agrícola en donde se producen excelentes vinos, aceites de oliva y frutos secos con denominación de origen.
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El incendio focalizado en el municipio picassiano de Horta de Sant Joan ha devastado ya 800 hectáreas y lo peor es que ha provocado la muerte de 4 bomberos en plena faena de extinción. Leía en la prensa que desde el año 2000 ya son 47 los bomberos fallecidos en toda España por causa de los incendios forestales veraniegos. Las casi 35.000 hectáreas acumuladas en este año empiezan a acercarse peligrosamente a las 180.000 hectáreas quemadas en 2005 sobretodo en un momento en que la ola de calor está en su máximo apogeo.
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Desde niño adquirí memoria de los grandes incendios que en verano afectaban nuestro paisaje y que nos tocaron de muy cerca, especialmente en los veranos vividos en las zonas boscosas del Vallès Oriental y en la costa del Garraf. Para todos el fuego se asociaba a una pérdida irreparable y muy acusada del patrimonio forestal común y una merma de la riqueza de los cada vez más escasos recursos naturales de los paises del Mediterraneo.
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Como olvidar esas noches de fuego y horizontes de color anaranjado, miedo en los ojos de niños y ancianos por el calor cada vez más cercano a las casas del pueblo. Rabia entre los campesinos y mirada perdida en los padres, lluvia de cenizas, olores a madera quemada mezclada con la humedad del agua. Como olvidar el sudor de los vecinos y sus caras tiznadas después de salir del bosque, gentes que no podían quedarse de brazos cruzados y que con actitud de heroes anónimos formaban cuadrillas de voluntarios para zambullirse en ese océano incandescente de ramas, matorrales y humo espeso y apagar como fuera unos pocos metros cuadrados para evitar que una llama traicionera saltara al siguiente árbol.
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Era una lucha desigual, titánica, un pequeño batallón de infanteria tristemente armado para retrasar el avance de los acorazados, con la esperanza de que en cualquier momento el viento cambiara para que el fuego regresara sobre su huella de ceniza y quedara deprimido. Si no se daba esa suerte, tocaba pelear hasta la extenuación rezando por la llegada del refuerzo aereo, aquellos hidroaviones que tomaban grandes sorbos de agua de lagos y represas cercanas para vomitar el líquido sobre la vanguardia enemiga y lograr que aquella lluvia sorpresiva diezmara alguno de sus flancos, aunque a veces por la magnitud y bravura de la hoguera lo que el pájaro de hierro soltaba por el pico no era más que un leve e inocuo escupitajo.
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En el despertar de aquellas noches que recordaban a los bombardeos de cualquier guerra vivida por nuestros abuelos, reinaba una extraña calma, entre la victoria por lo salvado y la derrota por lo mucho perdido, quedaban esparcidos focos humeantes que no podían ser descuidados por si se alzaba de nuevo la ventisca y avivaba los calderos de la bestia. Recuerdo los primeros paseos en bicicleta por la zona deshauciada, pedaladas y pedaladas sobre la tierra quemada, el bosque carbonizado en su base y los árboles que habían resistido en pie presentando una estampa fantasmagórica como si fueran esperpénticos espantapajaros que ya nada protegen.
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La esperanza residía entonces en pequeños milagros inexplicables, cuando en el epicentro de aquella bomba atómica un pino blanco parcialmente chamuscado presentaba en su copa restos de verdor, el fuego no había acabado con todo y desde esas humildes hojas no sometidas uno creía que empezaba a materializarse la redención.
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En el mediterraneo los trazos mortíferos del fuego dejaban una dolorosa y profunda huella, una estela casi irrecuperable para la generación que lo vivía. Afortunadamente en los tiempos actuales en donde existe conciencia por la salvaguarda del patrimonio natural, los bosques entran en la vida política de nuestros gobernantes y su restauración en los prespuestos del estado por lo que se reduce notablemente el tiempo en el que la masa forestal recupera sus anteriores galas.
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Desde que vivo en latitudes tropicales he visto miles de incendios en los bosques humedos durante le estación seca pero con la llegada de las lluvias la potencia regeneradora de esta fantástica naturaleza se encarga con suma rapidez en borrar cualquier rastro de la huella quemada. Aquí los grandes problemas son otros, el "incendio devastador" también se viste de rojo y lo quema todo a su paso, es especialmente agresivo con aquel bosque tan frágil que llamamos democracia y cuyos árboles tantan tantos años en crecer.
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En manos del pirómano del siglo XXI, el ecosistema democrático está sucumbiendo ante tanto fuego radical. Estas llamas para muchos incautos resultan hipnóticas en sus primeros vaivenes teóricos, pero como fuego que es, cuando sopla el viento con fuerza, nos llevan directamente a un universo devastado porque son llamas que no nacen del corazón del hombre. Son fuegos que se crían desde una profunda incomprensión por la naturaleza humana y no nacen para liberarnos sinó todo lo contrario, para someternos en la más gris de las existencias, en cenizas.
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Las informaciones que llegan este verano desde Catalunya son de sequía y tremendos calores estivales, tarde o temprano esperaba las noticias con un desenlace catastrófico en forma de incendio desbocado en cualquier parte del territorio del país. Así ha sido, si hace unos días se quemaron 5.000 hectáreas en Agramunt, en las comarcas agricolas de poniente de Catalunya, hoy la prensa nos informa de un devastador fuego que azota el Sur de Catalunya, concretamente en la Terra Alta, una de las zonas más fecundas en cuanto a calidad de producción agrícola en donde se producen excelentes vinos, aceites de oliva y frutos secos con denominación de origen.
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El incendio focalizado en el municipio picassiano de Horta de Sant Joan ha devastado ya 800 hectáreas y lo peor es que ha provocado la muerte de 4 bomberos en plena faena de extinción. Leía en la prensa que desde el año 2000 ya son 47 los bomberos fallecidos en toda España por causa de los incendios forestales veraniegos. Las casi 35.000 hectáreas acumuladas en este año empiezan a acercarse peligrosamente a las 180.000 hectáreas quemadas en 2005 sobretodo en un momento en que la ola de calor está en su máximo apogeo.
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Desde niño adquirí memoria de los grandes incendios que en verano afectaban nuestro paisaje y que nos tocaron de muy cerca, especialmente en los veranos vividos en las zonas boscosas del Vallès Oriental y en la costa del Garraf. Para todos el fuego se asociaba a una pérdida irreparable y muy acusada del patrimonio forestal común y una merma de la riqueza de los cada vez más escasos recursos naturales de los paises del Mediterraneo.
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Como olvidar esas noches de fuego y horizontes de color anaranjado, miedo en los ojos de niños y ancianos por el calor cada vez más cercano a las casas del pueblo. Rabia entre los campesinos y mirada perdida en los padres, lluvia de cenizas, olores a madera quemada mezclada con la humedad del agua. Como olvidar el sudor de los vecinos y sus caras tiznadas después de salir del bosque, gentes que no podían quedarse de brazos cruzados y que con actitud de heroes anónimos formaban cuadrillas de voluntarios para zambullirse en ese océano incandescente de ramas, matorrales y humo espeso y apagar como fuera unos pocos metros cuadrados para evitar que una llama traicionera saltara al siguiente árbol.
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Era una lucha desigual, titánica, un pequeño batallón de infanteria tristemente armado para retrasar el avance de los acorazados, con la esperanza de que en cualquier momento el viento cambiara para que el fuego regresara sobre su huella de ceniza y quedara deprimido. Si no se daba esa suerte, tocaba pelear hasta la extenuación rezando por la llegada del refuerzo aereo, aquellos hidroaviones que tomaban grandes sorbos de agua de lagos y represas cercanas para vomitar el líquido sobre la vanguardia enemiga y lograr que aquella lluvia sorpresiva diezmara alguno de sus flancos, aunque a veces por la magnitud y bravura de la hoguera lo que el pájaro de hierro soltaba por el pico no era más que un leve e inocuo escupitajo.
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En el despertar de aquellas noches que recordaban a los bombardeos de cualquier guerra vivida por nuestros abuelos, reinaba una extraña calma, entre la victoria por lo salvado y la derrota por lo mucho perdido, quedaban esparcidos focos humeantes que no podían ser descuidados por si se alzaba de nuevo la ventisca y avivaba los calderos de la bestia. Recuerdo los primeros paseos en bicicleta por la zona deshauciada, pedaladas y pedaladas sobre la tierra quemada, el bosque carbonizado en su base y los árboles que habían resistido en pie presentando una estampa fantasmagórica como si fueran esperpénticos espantapajaros que ya nada protegen.
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La esperanza residía entonces en pequeños milagros inexplicables, cuando en el epicentro de aquella bomba atómica un pino blanco parcialmente chamuscado presentaba en su copa restos de verdor, el fuego no había acabado con todo y desde esas humildes hojas no sometidas uno creía que empezaba a materializarse la redención.
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En el mediterraneo los trazos mortíferos del fuego dejaban una dolorosa y profunda huella, una estela casi irrecuperable para la generación que lo vivía. Afortunadamente en los tiempos actuales en donde existe conciencia por la salvaguarda del patrimonio natural, los bosques entran en la vida política de nuestros gobernantes y su restauración en los prespuestos del estado por lo que se reduce notablemente el tiempo en el que la masa forestal recupera sus anteriores galas.
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Desde que vivo en latitudes tropicales he visto miles de incendios en los bosques humedos durante le estación seca pero con la llegada de las lluvias la potencia regeneradora de esta fantástica naturaleza se encarga con suma rapidez en borrar cualquier rastro de la huella quemada. Aquí los grandes problemas son otros, el "incendio devastador" también se viste de rojo y lo quema todo a su paso, es especialmente agresivo con aquel bosque tan frágil que llamamos democracia y cuyos árboles tantan tantos años en crecer.
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En manos del pirómano del siglo XXI, el ecosistema democrático está sucumbiendo ante tanto fuego radical. Estas llamas para muchos incautos resultan hipnóticas en sus primeros vaivenes teóricos, pero como fuego que es, cuando sopla el viento con fuerza, nos llevan directamente a un universo devastado porque son llamas que no nacen del corazón del hombre. Son fuegos que se crían desde una profunda incomprensión por la naturaleza humana y no nacen para liberarnos sinó todo lo contrario, para someternos en la más gris de las existencias, en cenizas.
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El foc... recordo veure el foc des de la finestra de casa. Recordo veure com es cremava la masia. Record que era petit i no em deixaven anar a apagar-ho. Recordo preguntar als meus oncles com avançava el foc... tants records, i tan dolents...
ResponderEliminarCrec que tots els que a Catalunya hem viscut part important de les nostres vides a un poble o una masia hem patit els mateixos records. Formava i forma part de la memoria col.letiva de la nostra societat.
ResponderEliminarNosaltres no varem perdre una casa pero si un terreny preciós a mig camí entre Sant Feliu i Sant Miquel del Fai on mon pare tenia la ilussió de fer-se una caseta, va ser un sinistre absolut.
Qué lamentable!!!
ResponderEliminarCariños a toda la familia.
MMercedes
Gracias mercedes por tus cariños, igual para ti y los tuyos,
ResponderEliminarOriol