Hoy en día los Carnavales son una escusa perfecta para la rumba, para el descanso o actividades de ocio, y en algunos paises un atractivo turístico estratégico, pero siendo realistas y consecuentes con nuestras raices culturales, la esencia y el sentido del carnaval practicamente ha desaparecido y es una burda imitación formal de su profundo significado de antaño.
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En nuestra era somos herederos de unas fechas por decreto con derecho a los excesos, aunque en realidad me parece que nos contentamos con muy poco: beber más alcohol de lo habitual por la acumulación de dias continuos donde está bien visto golpear el higado, y ver como se reproducen las formas carnavalescas de celebración copiando los iconos globalizados del modelo carioca.
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El Carnaval, como fiesta pagana asimilada por la iglesia católica, tenía el sentido transgresor de volver el mundo al revés por unos días al año, una bocanada de libertad y renovación antes de regresar al redil de los preceptos de la cuaresma que desemboca en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el periodo del año más decisivo para los que creen en la fe Cristiana. Esos días de desenfreno eran temidos por los gobernantes porque eran los principales destinatarios de la parodia, la sátira y la crítica y por lo tanto una forma de tomarle la tensión al pueblo.
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Hoy en día los carnavales son una triste burla, un sucedaneo como el café descafeinado con leche descremada y sacarina, además la mayoría pagados y gestionados por las instituciones públicas por lo que resultan políticamente correctos y buscan satisfacer al pueblo dándole pan y circo, eso si, ¡¡en el presupuesto deben contemplarese las reinas semidesnudas, cargadas de plumas de colores y piedritas de fantasia para que parezca que estamos en Rio de Janeiro!!
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El carnaval que me hubiera gustado vivir no reside en ciudad alguna de nuestro tiempo, hubiera pagado por vivir los que se celebraban hace 300 años en Venezia y tener la oportunidad de pasear por la ciudad de los canales mezclado entre la multitud con una mascara blanca, ropas de seda negra y sombrero de tres puntas alterando el orden público y desarbolando el poder establecido. Eran un símbolo tan peligroso para los poderosos que el mismísimo Napoleón Bonaparte los prohibió en 1797 cuando ocupó la ciudad y con la posterior ocupación austríaca dejaron de celebrarse durante 200 años hasta que la ciudad recupera su fiesta hace solo 30 años para celebrar hoy en día un evento turístico que atrae a gente de todo el mundo.
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El otro carnaval en el que me hubiera integrado al máximo hasta caer rendido y sin energías es el que se representa en una pintura, "El Entierro de la Sardina" del pintor romántico Francisco de Goya, desde que era niño tuve la fortuna de conocer muy de cerca la obra costumbrista del maestro gracias a los extraordinarios libros de arte que colecciona mi padre y en particular este pequeño cuadro me fascinaba por el movimiento y desenfreno de la escena retratada.
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El Goya que me gusta no es el del pintor oficial de la corte, los retratos de la familia real no expresan la complejidad del artista, es en las escenas macabras de "los Desastres de la Guerra", en el trazo de expresión perfecta de los pasajes de "La Tauromaquia" o en el ojo curioso, satírico y de auténtica crítica social de los cuadros costumbristas y de "Los Caprichos" donde reside la magia de este pintor universal. Su visión del Carnaval es quizás uno de los últimos testimonios de una celebración que ya no existe, lo que hoy vivimos es una versión que a mis ojos resulta vacia.
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Imagen: Fotos.org
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