El pasado viernes regresamos al Comedor del ICC un mes largo después de la última visita. Tantos viajes y compromisos nos habían distanciado de un espacio que sentimos como propio desde su inauguración.
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En ocasiones la ausencia prolongada en un lugar o con personas amigas puede ser interpretada como algo negativo si durante un periodo anterior hubo una importante intensidad en los encuentros. Pero a mi me gusta pensar todo lo contrario, hay un tiempo justo y apropiado en el que el distanciamiento no genera olvido ni destemplanza si no que actúa como motor apasionado para fomentar renovados deseos de reencuentro e incluso para desarrollar pensamientos mucho más reflexivos sobre el significado verdadero de aquellas personas, amistades o espacios a los que le damos trascendencia de manera instintiva.
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Desde la inauguración del Comedor del ICC de Héctor Romero y Sumito Estévez me he declarado sentimentalmente implicado en su proyecto como amigo. Más allá de las pasiones personales, existe una opinión de observador objetivo de una realidad y en la nueva visita de este pasado viernes todos los indicios intuitivos que habiamos detectado en las primeras sesiones quedaron confirmados y engrandados con el filtro de una mirada más pausada: Existe felicidad en el alma del Comedor del ICC
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Héctor Romero y Sumito Estévez han logrado la fórmula de la felicidad, en primer lugar han convertido el acto de cocinar en puro deleite, reducido el formato del servicio a dos noches semanales los dos cocineros se ganan el espacio y el tiempo para improvisar cada semana, para observarle la cara y los ojos a un pescado en el mercado hasta enamorarse de él y cocinarlo, a tomar rumbos distintos en el menú dependiendo del grupo de comensales que ha reservado mesa. En definitiva a vivir el acto profesional de cocinar en una invitación casera, alejada de las premuras y tensiones de un restaurante clásico porque todos los comensales entienden que esa es la propuesta y buscan exactamente que esa sea la vivencia.
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El viernes llegué pronto para conversar con Héctor y Miharby de nuestras cosas, Selva, Jordi Miró y Mariela llegaron puntuales de modo que fuimos los primeros clientes en sentarnos a la mesa, exactamente la que queda en el patio desde donde se divisa el comedor en toda su amplitud. Desde esa privilegiada posición fui un observador del comportamiento de todos los clientes que iban llegando escalonadamente. Todos eran recibidos por el equipo del ICC como amigos, sin protocolo alguno, como desde el primer día, la mayoría estaba repitiendo y los que eran nuevos estaban guiados por comensales veteranos en el lugar y orgullosos por mostrar a los nuevos la cueva de las mil maravillas.
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Es algo mágico entrar en un restaurante con la sonrisa de punta a punta, con una botella de vino seleccionada para la ocasión bajo el brazo. No pude evitar espiar las etiquetas que cada mesa tenía y en todos los casos se trataba de vinos con entrañas, añadas con pedigrí y joyas de las cavas personales que más de uno guarda para ocasiones especiales; todo lo contrario a lo que sucede en la gran mayoría de los restaurantes en donde dominan unas pocas etiquetas de vinos archiconocidos de costes moderados o inducidos por mesoneros con intereses inconfesables...
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El desarrollo de la velada mantiene el ambiente amigable y relajado tanto en cocina como en la sala, no hay puertas que separen ambos mundos y todo el que quiere puede traspasarlas sin ningún rubor. Entre los clientes se producen conexiones distendidas, conversaciones entre mesas y vaivenes de sillas para que unos se acomoden en las del vecino para compartir conversaciones.
No hay reglas, no hay límites ni restricciones pero se mantiene un orden natural que demuestra que cuando administramos consecuentemente nuestra libertad no atentamos contra la de los demás, todo lo contrario confluimos para acabar creando nuevos vínculos.
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Sumito y Héctor han creado con su actitud un nuevo mundo, han logrado de forma espontanea una nueva tipología de restaurante y el éxito entre todos los que lo han experimentado es rotundo. Un buen amigo de origen mallorquín y su esposa italiana con toda una vida en Venezuela, nos confesaban que habían reservado de forma indefinida mesa para cada jueves después de que no pudieran conseguirla una semana por el éxito de público, decian, que nunca habían encontrado tanta felicidad en un restaurante como en el Comedor del ICC.
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